Ya no soy pequeña, tampoco soy mayor

Supongo que sé lo que fui solo por las cosas aprendidas que no puedo quitarme. Por eso lloro en todos mis cumpleaños.

Lu
5 min readMay 10, 2022
Mi primer día de cole (2002)

Estoy a punto de cumplir 23 años y no sé nada de la vida. Crecer da miedo, o por lo menos a mí me asusta de tal forma que me paraliza. Cada vez que se acerca mi cumpleaños pasa lo mismo. Pienso que pronto será el día, que mis amigas me felicitarán y todo el mundo sabrá que soy un poco más mayor. Tal vez alguien tenga un detalle conmigo: un libro, una canción, un mensaje… Imagino todo esto y me pongo feliz de saber que la gente me quiere, hasta que pienso: “tu juventud se te escapa de las manos como los globos que güelita te compraba en las fiestas del pueblo con 5 años” y toda la tristeza me llega de golpe. Porque ya no tengo 5 años, porque ahora soy adulta pero no sé enfrentarme al mundo.

De mi infancia recuerdo muy pocas cosas. Hasta aproximadamente los 12 años no sé nada de mí. No recuerdo como era mamá cuando era más joven, ni los libros que me gustaba leer, ni la cara de algunos amigos del colegio… Sin embargo, me acuerdo del parque donde jugaba, de las heridas en las piernas y de las ganas de crecer y ser mayor. Tal vez me acuerde de esto porque sigo viviendo en la calle de abajo a cincuenta metros del mismo parque, me han quedado cicatrices en las rodillas y los codos de tantos golpes y sigo sintiéndome una niña en ocasiones, aunque ya no lo sea (y nunca lo haya sido del todo). Aparentemente nada ha cambiado y yo me siento tan lejana a aquella época que siento que quien la vivió fue otra persona muy diferente a mí.

Las personas con síndrome de deficiencia severa de memoria autobiográfica (o SDAM por sus siglas en inglés) pueden aprender y retener información nueva, pero esa información carece de la riqueza de la experiencia de la vida real. — BBC

La veintena es una etapa extraña. En más de una ocasión he dicho que es como una segunda adolescencia, en tanto que no sabes muy bien como actuar, qué hacer en determinadas ocasiones o cómo comportarte. La única diferencia es que en la adolescencia finges ser mayor y en la veintena intentas ser adolescente de nuevo. No sé si es algo generacional, posiblemente sí, pero ahora que tengo casi 23 años me siento más adolescente que cuando tenía 15. Ya no me importa no gustarle a los chicos por vestir de una determinada manera, usar demasiado maquillaje, grabarme un tiktok bailando en mi cocina, peinarme con cincuenta horquillas de colores o decir con orgullo que soy fan de alguna cantante pop mainstream. No me importa porque en cada una de estas cosas encuentro un lugar de reconciliación con mi yo del pasado. Cada una de estas cosas es una carta en la que me pido perdón y me digo: mira en la chica en la que nos hemos convertido, ¿a que mola?

Pero, como todo, también existe una cara B. Entre toda esa liberación de poder expresarme a través de mi apariencia, de ocupar el espacio que me ha faltado en mis primeros años, surge la pregunta que me devuelve a mi forma pequeña: ¿me tomarán en serio? Porque aunque mi apariencia sea la de una niña, realmente soy una adulta con responsabilidades, con trabajos, con elecciones, con facturas… y debo comportarme como tal. Aquí es donde me entra el miedo, donde me paralizo, cuando entiendo que esa época con la que me intento reconciliar ya ha pasado para mí y que, por mucho que me esfuerce, siempre habrá algo (una pregunta, una idea, un eco) que me diga: “es demasiado”. Entonces me dan ataques de adultez, como una madurez repentina, y me pongo a ordenar la casa, a limpiar los baños, a ejercer de madre de mi madre, a preguntarle a N si se deja algo en casa antes de irnos (y comprobar que no sea así aunque ya me haya dicho que no)… y me resigno a lo que pienso que es ser adulta, porque nadie me ha enseñado a serlo y yo tampoco sé lo que es.

1 día de verano (2002)

A veces me enfado con mi pasado, con la gente y los momentos que tuvieron lugar en él por no haberme dejado ser una niña del todo. Me enfado con mis padres por haber tenido que cuidarlos, me enfado con mi primer novio por no haberme sabido querer, me enfado con mis amigas del colegio por no haber querido jugar conmigo, me enfado con mi casa por haber sido tan pequeña y no parecerse a la del resto, me enfado con las niñas de mi cole por ser guapas y gustarles a los chicos… Me enfado con todo, pero la culpa solo la siento yo, porque en catecismo me enseñaron que tenía que ser buena con la gente a la que quería. Desde entonces vivo sintiéndome culpable cada vez que digo que no, cada vez que hago algo egoísta, cada vez que me llaman y no respondo al teléfono.

Maldita educación religiosa… Hace más de diez años que no voy a misa y aún resuenan en mi cabeza todas las palabras que don Juan nos contaba a las 12:00 del mediodía todos los domingos. Supongo que sé lo que fui solo por las cosas aprendidas que no puedo quitarme: las heridas, el dolor, la fe… Por eso me santiguo inconscientemente cuando entro en alguna iglesia o hablo de los muertos. Por eso todavía me pican las cicatrices cuando el tiempo cambia. Por eso lloro en todos mis cumpleaños.

Cuando damos demasiadas vueltas a la creencia de que hemos perdido el tiempo […] no nos apetece tanto cumplir años porque sentimos que no ha cambiado nada respecto al año pasado, como si nuestra vida estuviese en un stand by constante. — YASSS

Pero estoy a punto de cumplir 23 años y aunque no sepa nada de la vida, sé que tampoco hay que saber mucho para celebrar que sigo aquí. Que me hago mayor, pero que siempre seré un poco niña porque no pude serlo cuando tocaba y que aún me quedan muchos años para reconciliarme con este día en el que soplo las velas, en el que mis amigos me cantan mientras pongo cara de circunstancia y en el que me emociono al saber que siempre voy a estar rodeada de gente que genuinamente me quiere. Así que sí, hacerme mayor me aterroriza, pero saber que lo hago acompañada es como un abrazo sin motivo: una casa en la que resguardarme.

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