Las migajas del Amor propio

No podía regalarme el orgullo o la soberbia, ni siquiera el feminismo, porque había aprendido que eso solamente haría enfadar a quien me rodease.

Lu
5 min readNov 27, 2022
Lost in translation (2003)

Ser una niña buena solo me ha traído dolor. Esta es la conclusión a la que he llegado en estos años, lo único que me atrevo decir que tengo claro en la vida. Casi desde que nací he oído incansablemente voces que me repetían una y otra vez «tienes que ser buena», «tienes que portarte bien o si no mamá se pondrá triste» «a los niños les gustan las niñas que no gritan ni se enfadan» «si eres buena esto, si eres buena lo otro»… Lo único que trataban de ocultarme era que si soy buena, lloraré. Creo que descubrí esto último en el instituto. Después de crecer con la falsa idea de que si era buena los chicos me querrían –por aquel entonces solo me importaba que un chico me quisiera porque el amor propio era algo que aún no había conocido–, a la que me agarré insoportablemente porque no podía permitirme ninguna otra cualidad como la belleza o las buenas notas, me di cuenta de que si me portaba bien el único amor que me profesarían los chicos sería el de la violencia más explícita y cruel. Lo descubrí por las malas, aunque imagino que estas cosas es imposible que se presenten de otra forma.

Supongo que cuando una idea se te incrusta en la parte más honda del subconsciente es imposible sacarla de ahí. Para mí la idea de ser una buena chica residía –y me duele aceptar que a veces lo sigue haciendo– en no decir nunca que no, en aceptar el mínimo gesto de interés, en justificar hasta lo más triste, lo más macabro o lo más hiriente en favor del amor. Básicamente en ver, oír, callar y sufrir. Lo peligroso de esto, sobre todo cuando con quince años apenas conoces más mundo que el de la habitación desordenada de tu novio de entonces, es que el día que te atreves a decir que no, algo se rompe. De pronto te conviertes en «una zorra egoísta» que ha conseguido enfadar a un hombre que no está enamorado de ti, sino que solo lo está de la imagen sumisa que inconscientemente proyectas. Entonces te callas y no levantas una voz más alta que la otra ni te ofendes cuando te dice que no te maquilles tanto porque pareces un payaso. Ni te apartas cuando se enfada y grita muy cerca de tu cara ni cuando te abraza por detrás y te quita la ropa aunque a ti solo te apetezca llorar y correr lejos de ahí. Yo no podía regalarme el orgullo o la soberbia, ni siquiera el feminismo, porque había aprendido que eso solamente haría enfadar a quien me rodease. Yo solo podía permitirme la bondad o la candidez como una mártir, así que solo podía pedir perdón, arrodillarme, suplicar, llorar y dar todo lo que me pidieran. Yo solo era un perro, esperando sentada a que me dijeran «buena chica» y me acariciasen con mimo el pelo o las manos o me mirasen con amor.

Me pasan cosas buenas, podríamos decir éxitos. Y entonces, lo siguiente que sucede es que, después de una relación donde acabé destruida, no existen los logros en sí mismos, existen como pruebas de que no me merecía aquello que viví. — Leonera para Público

Pero la bondad no solo lleva pegada la falsa sensación de cariño, las migajas del amor, sino que ante los ojos del resto también trae consigo ‘la falta de inteligencia’. Cuando le contaba a mis amigas que había discutido con alguien, pero que lo había perdonado a los cinco minutos sus palabras siempre eran las mismas: «De buena eres tonta». ¿Qué se supone que debía ser entonces? Recuerdo que en mi etapa ‘rebelde’ ni siquiera podía serlo verdaderamente sin sentir una culpa terriblemente dolorosa. No podía ser como el resto de la gente que me rodeaba porque si fumaba, bebía o robaba un chicle creía morirme de culpa. Nunca se lo conté a nadie, nunca volví a la iglesia a confesarme y nunca les hablé a mis padres. Aún no sabía que la poca educación religiosa que había recibido me había trastornado la vida por completo, pero sabía que estaba atrapada en algo enorme, mucho más grande que yo y más difícil de comprender, de lo que no podía salir.

Reconozco que, aún hoy, sigo sintiendo envidia de las chicas que no temen decir que no, que presumen de sus logros o que no les importa expresar su opinión con claridad, independientemente de si va a resultar incómoda para los otros. Reconozco que llevo toda la vida soñando con ser como ellas, pero creo que me he quedado atascada en un punto intermedio entre el silencio y las ganas de gritar. Las niñas buenas no se quejan, no causan dolor, no lloran, no sufren, no sienten… Lo peor de todo es que no puedo sacarme de la cabeza todo lo aprendido, porque por mucho que me digan «no pasa nada, está bien que digas lo que sientes» sé que si un día decido negarme al amor porque estoy cansada o al trabajo porque estoy enferma, la realidad hasta entonces parecerá romperse al menos durante unos minutos. Y una mirada, un gesto o alguna palabra en un tono diferente parecerán ser la misma cosa: un reproche. Me duele saber que sigo siendo la tonta, la culpable, la callada… todavía a veces me encuentro renunciando a lo que quiero decir o a lo que me gustaría hacer y lo siento como la mayor traición que puedo cometer contra mí misma. Creo que la continua hipervigilancia sobre mí misma, tanto análisis, terminará por volverme loca algún día. Aunque al menos me consuela saber que todavía tengo orgullo, que después de todo, aunque a veces no lo parezca aún me queda un poco de amor guardado para mí.

Lo siento, nadie me contó que ser una niña buena fuese a doler tanto.

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