De la resignación, el consuelo

Y a pesar de saber que nadie es tan perfecto como se lee en su biografía de Tinder trato de convencerme de que realmente le quería, que podríamos haber formado una familia o, que al menos, la diversión podría haber durado más.

Lu
5 min readFeb 22, 2024

No me considero una mujer extremadamente guapa, de esas a las que te quedas mirando como si un ángel acabase de pasar delante. Tampoco fea, que conste. Dejémoslo en común, del montón bueno cómo diría Emilio en ‘Aquí no hay quien viva’. No me considero una mujer fea y aún así me he pillado de más hombres feos de los que me gustaría admitir (no estoy hablando del físico). Decirlo me genera un poco de malestar, como si además de haberse portado de la peor forma posible todavía les debiera mi cariño o, al menos, cierta compasión.

Rocío reflexiona sobre esto y me acuerdo de aquella vez en la que me volví completamente loca por un chico que me amaba y que cuando empecé a querer pasó de mi culo. Era guapo, debo reconocerlo, pero solo en lo físico. Pienso en la forma en la que me volvió fea a mí, como si no fuera lo suficientemente merecedora de su belleza, de su cariño, de sus palabras aprendidas para repetir a cada nueva conquista. Esa percepción terminó por anularme como persona durante un periodo que para mis amigas fue insufrible. Para mí fue una vuelta a la realidad. Desconozco qué es peor. Supongo que a veces por más que nos repitan lo guapas y lo listas que somos y lo mucho que merecemos no es suficiente. Supongo que a veces no queremos palabras de alivio, solo que nos miren con comprensión.

En todo el proceso soy consciente de que estoy abriendo una puerta enorme. ¿Al amor? ¿Al deseo? ¿A la manipulación? ¿A la vulnerabilidad? No lo sé

El caso es que me he enamorado de algún que otro hombre feo que me ha hecho replantearme términos como la belleza o la bondad o la fortaleza en pro de ser suficiente para él. Y, lejos de lo que pudiera pensar cualquiera, no me duele haberlo hecho como sí me escuece que a pesar de saber que no necesitaba demostrar nada, he sucumbido en todas las ocasiones a la validación de esos hombres que no tenían más que aportarme que cuatro piropos y muchas horas frente al espejo.

Sucede algo cuando nos miran con amor, independientemente de que lo necesitemos o no, de que nos miren de verdad o solo parezca que lo hagan. En mi caso se me afloja el cuerpo y vuelvo a confiar en que todas las personas son buenas por naturaleza o que, si no lo son, al menos intentan ser mejores. Empiezo a hablar, primero con cuidado y después con libertad, de mis miedos, mi pasado, mis gustos y hasta de Dios si la cosa se pone seria. Me abro rápido, buscando darle a quien me mira algo nuevo de lo que se pueda sorprender. Y es que, como todas, alguna vez he querido ser única y especial. En todo el proceso soy consciente de que estoy abriendo una puerta enorme. ¿Al amor? ¿Al deseo? ¿A la manipulación? ¿A la vulnerabilidad? No lo sé, pero sigo hablando y hablando. Soy una verborrea andante que no puede callarse ni un segundo. Mi puerta está abierta y el otro ha entrado en una casa un poco desordenada en la que le hago hueco para que se quede. Pasa un rato hurgando en algunos sentimiento y después se va. Vuelve a los días y abre otro cajón. Rebusca entre la infancia, la familia, la rabia guardada con cuidado, la amistad… primero con las yemas de los dedos, luego con la brutalidad de quién tiene prisa y no sabe de qué corre. Se marcha de nuevo dejando todo desordenado.

el tuit de Rocío Simón que ha motivado este texto

¡Recógelo!, le ordeno pero cuando me doy cuenta estoy agachada tratando de colocar yo misma ese desorden. Vuelve a revolverlo todo. Vuelvo a recogerlo. Sé que no debería ser yo quien se agachase a coger todas esas emociones, pero si permito que las vuelva a tocar fuera de su estante, tal vez se rompan del todo. Sé que no debería abrirle la puerta de nuevo, pero ya he perdido la llave. La mirada de amor ha desaparecido. Lo sé. Lo veo. Sigo recibiéndole con el delantal puesto y la comida caliente en la mesa mientras le repito que le quiero. Sé que no debo hacerlo, no quiero hacerlo, pero el mandil se me ha pegado al cuerpo y yo necesito que vuelvan a mirarme como aquella vez. Y paso largas horas frente al tocador, elijo con cuidado la ropa cuando sé que nos vamos a ver, pienso las frases que voy a decir y hasta ensayo cómo me vería en el caso de que tuviera que ponerme de puntillas para besarnos. Hoy no sucede. Mañana tampoco. La puerta está abierta y la casa abandonada y vacía.

Cuando me doy cuenta de todo el trabajo que he empleado, el esfuerzo que le he puesto a la construcción del deseo y el tiempo que ha pasado de pronto soy dos años más vieja, he terminado la universidad y no tengo perspectiva de futuro más allá de un ‘amor’ que solo ha existido para mí pero que nunca ha sido propio.

No soy una mujer extremadamente fea, pero alguna vez he estado dispuesta a parecerlo con tal de que me quisieran.

El momento en el que esto ocurre se siente como un desengaño de infancia -descubrir que los Reyes Magos no existen ni el Ratoncito Pérez ni la fortaleza eterna de nuestras madres-. No se puede escapar de él ni tampoco se puede volver a ese tiempo en el que el resto de las cosas (el trabajo, los estudios, la pena…) no parecían tener la más mínima importancia. Empiezo a fijarme en que no era tan guapo, ni tan inteligente, ni le gustaban tanto los libros de Zambra ni nada que no tuviese que ver con su asunto. Ha llegado el desencanto y yo tengo las manos vacías. Y a pesar de saber que nadie es tan perfecto como se lee en su biografía de Tinder trato de convencerme de que realmente le quería, que podríamos haber formado una familia o, que al menos, la diversión podría haber durado más. Ya no es el chico más guapo del mundo ni yo soy ya la mujer que más se ha obsesionado con la belleza, pero aún así, si un día nos encontramos nuevamente sé que encontraría algo de aquella vez.

Imagino que es más una cuestión de ego que de sentimientos. No soy una mujer extremadamente fea, pero alguna vez he estado dispuesta a parecerlo con tal de que me quisieran. Supongo que la resignación, también infecta los sentimientos que parecen más puros, aunque solo lo haga con el de las mujeres.

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